... Silvia era una joven de veinticinco años, metro y medio de altura y ochenta kilos de peso, pelo castaño y melena tan larga como pringosa, que sin cuello alguno, pronto chocaba con sus hombros caídos en forma de vasija. No sabia qué era depilarse, ni tan siquiera afeitarse piernas, bigote o sobacos. ¿Sacarse las cejas? Solo lo vio en películas y nunca supo el porqué era ello preciso, de ahí esa mata de pelos cruzados de más de dedo y medio de ancho que, a modo de visera hacia sombra a ambos ojos actuando como canalón ante los mayores aguaceros.
Pedrito entró al estanco con un pequeño y sutil brinquito a dos pies que hizo temblar aquel pequeño negocio. Silvia al fondo de la trastienda o almacenillo, reconoció esa entrada y como quien no quiera la cosa salió de donde por lo normal permanecía recluida para evitar espantar clientela.
Ambos se miraron y sin mediar palabra, uno a cada lado del mostrador, se abalanzaron como animales en el peor celo, cruzando sus lenguas de tal manera, que hasta el flequillo de Pedrito quedó mejor que nunca peinado pese a sus complicados rizos.
Evitando una jodienda segura, el certero escobazo de la madre de Silvia, pero por fin, las intenciones estaban claras y era ya cuestión de tiempo que Pedrito, sin pagar un euro lograra un polvo, y nada más y nada menos que a la única virgen de Alicante en esa avanzada edad.
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